Comentario
Al hilo de las circunstancias de la guerra fría, el régimen de Franco ve roto el aislamiento internacional y restablecidos contactos que abren horizontes a la cultura española y obligan a un replanteamiento -primero solo epidérmico- de sus parámetros, propiciando una presencia en muestras internacionales (La Habana, Amberes, Milán, Londres, Alejandría, Sáo Paulo, Venecia...), cuyos éxitos son utilizados como reflejo de libertades socioculturales.
En todo caso es un inicio a la búsqueda del tiempo perdido, con contradicciones sí, pero con alientos y logros de excepción. Recordemos que en la gestación de esta búsqueda tuvieron gran protagonismo grupos e iniciativas periféricas (Barcelona, Santander, Zaragoza, Las Palmas, Valencia...) y tengamos también en cuenta que desde fines de los 40 muchos artistas viajan y se fecundan fuera, y han regresado al país otros que enriquecen el interior (Serra, Rebull, Oteiza, Serrano...).
En el dilatado proceso de crisis autárquica, Ferrant continúa su investigación formal y cinética con renovados ímpetus; Eduardo Gregorio reencuentra la depuración volumétrica en Cataluña, antes de su aventura venezolana; Cristino Mallo concibe en menuda su gracia de siempre; Antonio Failde (1907) poético y primitivo, reinterpreta el románico popular; Rafael Sanz (1912) rebusca en el clasicismo y lo explota en nuevas calidades, a veces deudoras de Marini y Manzú, tal como hacen Silvestre de Edeta (1909), Octavio Vicent (1914), Juan L. Vassallo (1908), Juan L. Medina (1909), Rafael Isern (1914), José Espinós (1911-1969), José Esteve Edo y algunos otros; Luis María Saumells (1915) incorpora acentos expresivos, como Eduardo Díaz Yepes, y Plácido Fleitas (1915-1972), del indigenismo más depurado de LADAC, pasa a la investigación magicista y abstracta, campo este último al que llega Carlos Ferreira (1914), bello sintetizador de Arp y Brancusi, en la más refinada volumetría.
Mientras, en Francia, más liberados, Baltasar Lobo (1911) resume en volúmenes esenciales la estela de Laurens y la orgánica, al tiempo que Antoni Clavé (1913) y Francisco Badía (1907) exploran con fortuna las asociaciones misteriosas de lo surreal. Asimismo merecen mención las investigaciones cerámicas de Lloréns Artigas (1892-1981), Acebal Idígoras (1912) o Antoni Cumella (1913), base para esculturas y escultores.
En tan complejo panorama, y siguiendo a Marín Medina, señalemos las tendencias dominantes: 1) La abstracción informalista y derivados tardíos; 2) La abstracción analítica y geométrica y sus vertientes de actualidad; 3) Las corrientes neofigurativas; 4) Relecturas de ciertas vanguardias expresivas; 5) Hiperrealismo; 6) La figuración tradicional; 7) La figuración fantástica; 8) Escultura óptica, cinética y cibernética y 9) Nuevas propuestas.
1. La corriente abstracta, fraguada en las vanguardias históricas y potenciada en las crisis morales de las guerras mundiales, se desarrolla en los 50 como ruptura y rechazo. Su vertiente informalista asume un liderazgo ético evidente (Chillida, Chirino, Serrano), pero que también recogen neoexpresivos y geométricos. Eduardo Chillida (1924-2002) se inicia en la simplificación volumétrica (Torso, 1948), pasando con celeridad a la abstracción férrica de raíz popular (Música para esferas, 1953; Yunque de los sueños, 1958). Tras su éxito en Venecia (1958) entra de lleno en la especulación espacial con piedras y maderas (Abesti Gogora I, 1958-60) y de la luz sobre volúmenes, y los 60 le decantan por el hormigón y el acero (Lugar de encuentros III, 1971-73). Desde 1975 su obra recrea con cierto manierismo las conquistas anteriores proyectándolas en materiales y formatos varios, pero con tendencia a lo monumental, en íntima conexión con el espacio y la naturaleza (Homenaje a Luca Pacioli, 1986; Gure Eitaren Etxea, 1988; Homenaje a la tolerancia, 1992). Similar trayectoria, con un lenguaje más dúctil tras su formación académica, está Martín Chirino (1925) que entra en la plena abstracción bajo el influjo de Ferrant. Miembro fundador de EL PASO, encuentra en la espiral sus referencias mágicas y simbólicas (Vientos), que luego se desarrollan espacialmente (Raíces) con bellas tensiones de ritmo y color (Series Mediterránea, Lady y Paisajes). Todo ello antes de cargarse de acentos africanos (AfroCan,PenetraCan) , a los que se unirán ecos de Brancusi, Gargallo y ciertas recuperaciones de fases previas propias (Atlántica).
Más dramático y plural, Pablo Serrano (1910-85) se integra tarde en el informalismo tras su vuelta de Uruguay (1955). Sus series Bóvedas para el hombre y Unidades-yunta, le hacen explorar los ángulos plásticos del informalismo, lo que no impide que continúe cultivando lo monumental con acierto (Unamuno, Pérez Galdós, San Valero, Prieto), manteniendo en esa vertiente fuertes acentos expresivos. Sus últimas obras, de corte cubista, resultaban gratas pero anacrónicas. Ciertos rebrotes tardíos de las tendencias informales han aparecido luego, más ambiguas, menos densas, a los que unen la recuperación de valores y símbolos asociados con lo humano, o sea, que potencia una abstracción cada vez más humanizada sin perder del todo sus raíces y en lo que pesan igualmente recuerdos de González, Moore. Tres grupos, vasco, catalán y madrileño, despuntan sobremanera. En el primero, descuella Néstor Basterretxea (1924), renovador de primera hora en los años 50 es quien consigue su línea más singular en la impresionante serie Cosmogonía Vasca (1973-75), transcribiendo con madera las raíces mágicas, rituales e intangibles del pueblo vasco, que ha ido completando con otras series (Estelas funerarias, Máscaras de la abuela Luna...). En esta línea, acentuando la monumentalidad se sitúa Remigio Mendiburu (1931), mientras Vicente Larrea (1934) también monumental en su concepción espacial nos parezca más manierista. El grupo madrileño es más plural y no tiene la carga etnográfica del anterior, perdiendo fuerza paulatinamente lo informal en obsequio de una recuperación figurativa. Sus figuras más sensibles son Francisco Barón (1931) y Hortensia Núñez Ladeveze (1934) y se cuentan entre las más versátiles de nuestra escultura, habiendo tocado todos los registros con refinamiento, pero los juegos rítmicos de raíz orgánica son los más representativos. El grupo catalán cuenta con dos figuras de excepción, refinados y dúctiles ambos. Marcel Martí (1925), se inició en la pintura, pero desde 1953 encontró en la escultura abstracta un lenguaje donde expresar un repertorio de referencias culturales que se despojan de todo elemento superfluo para quedar en exquisitos ritmos casi geológicos y totémicos, pero en grado tal de depuración y elegancia que admite todos los formatos y materiales, encontrando en todos ellos calidades, mientras Moisés Villelia (1928) ha sido relacionado con González y Picasso, al lograr ingeniosas elaboraciones con materiales breves (cañas, bambú americano), verdaderos dibujos especiales de inmaterialidad matérica. Partiendo de esos pobres materiales, a los que llega por penuria económica, establece una secuencia de valores móviles, con referencias evidentes a lo oriental y primitivo. Recordemos por último, en el ámbito catalán, a Xavier Corberó (1935) y Manuel Álvarez (1945) que han heredado las mejores fórmulas de Arp y Brancusi para desarrollar recursos táctiles y refinamiento que acaso pequen de excesivo virtuosismo, tentaciones que también rondan las obras en chapa recortada del valenciano Antonio Sacramento (1915).
2. En la versión analítica la figura es, sin duda, Jorge de Oteiza (1908-2003) especulativo y racional tanto como visceral y apasionado, que al volver de América trae alientos geométricos definidos que defiende con vehemencia y rigor. Su obra hasta 1950 combina expresividad y geometría, decantándose hacia la segunda tras lo de Aránzazu. Es su corta etapa puramente analítica, en la que estudia las relaciones de volúmenes, planos y desarrollos internos de los mismos (Cajas metafísicas). Abandona la escultura hacia 1959, pero ha seguido influyendo con fuerza en distintas generaciones. Relacionables con Oteiza, el Equipo 57 (formado en París por J. Cuenca, J. y A. Duarte, A. Ibarrola y J. Serrano) encuentran muchos quilates en el desarrollo geométrico modular y en los dinamismos espaciales externo-interno, apreciables también en la obra de Leoncio Quera (1921-63) y Ángel Mateos (1931) en metales y cemento, mientras entre la depuración geométrica y el diseño debemos citar a José María Cruz Novillo (1936).
A mediados de los sesenta los conceptos de lenguaje y estructura han internacionalizado bastante las corrientes analíticas y constructivas. Casi todos nuestros creadores tras los rigores de los 60 y primeros 70 han dulcificado sus planteamientos hacia ofrecer síntesis finales de conciliación muy personal. Los pioneros son Salvador Soria (1915), de vida azarosa, que fue puliendo sus tendencias neoexpresivas hasta llegar a las geometrías esenciales y científicas de sus Máquinas para el espíritu, más impersonales, y Pablo Palazuelo (1916), en quien el acento geométrico y de desarrollo de planos queda dulcificado por unas indefinidas sugerencias naturales. Más jóvenes, Gustavo Torner (1925) juega con las posibilidades modulares y rítmicas de perfiles y cubos; mientras Amador (1928), Lorenzo Frechilla (1927), Elvira Alfageme (1937), Feliciano (1936), Ricardo Ugarte (1942) y otros han conjugado sus investigaciones constructivas con estudios de estructura interna o tensiones dinámicas. La línea más tecnológica la representan Antonio Santonja (1930-92) y Ángel Mateos (1931), en metales o cemento.
Hagamos finalmente unas consideraciones sobre artistas difícilmente clasificables pero de indudable aliento constructivo y estructural. José Luis Sánchez (1926) arranca de la estela de Ferrant y conecta con el clasicismo a la manera italiana del momento, para derivar luego en clave expresionista, en la que hizo una imaginería de gran modernidad y aceptación. Desde los 70 logró un rico repertorio de raíz geométrica, pero a los que los ritmos internos, los contrastes de materiales y calidades dotan de fuerte carga poética, en la que también se mueve Ramón Molina (1937). Amadeo Gabino (1922) encontró en las chapas metálicas remachadas de carácter constructivo un lenguaje personal, mientras, por último, con similares preocupaciones estructurales Javier Rubio Camín (1929) lleva investigando desde 1961 las posibilidades rítmicas de ángulos metálicos, labor que completa con bellos bloques de madera tratados primitivamente y torsos modelados con refinamiento.
3. Tras cierto hastío frente a la abstracción y su elitismo primero, rebrotan con fuerza maneras figurativas nuevas. Priman ahora las soluciones plásticas, con pedigrí, pero que abran perspectivas, que no renuncien a la denuncia. Sus figuras más logradas son Venancio Blanco (1923), que con rigor artesano ha construido una estudiada obra de ritmos y movimientos (temas taurinos, religiosos, rurales, animalísticos, retratos...), donde masa y hueco se equilibran (El Segador, 1970); Jesús Valverde (1925), de bellos juegos y tensiones expresivas (Maternidad); Joaquín García Donaire (1926), directo y sin ambigüedades pero con gracia; César Montaña (1928), en quien todavía vibran simbolismos en clave informal; Juan M. Castrillón (1929), barroco de formas y rítmico en volúmenes naturales; José Carrilero (1928), mezclador de bloques y toques expresionistas; Emilia Xargay (1927), que de lo artesanal saca valores expresivos y cubistas para su figuración; Pedro Elorriaga (1936), de bellísimos torsos todo ritmo y torsión, y Carlos García Muela (1936), sólido constructor de volúmenes de raíz arqueológica y orgánica.
Otros artistas, aun viviendo fuera, se integran en esta corriente: José Subira-Puig (1926) que con piezas de madera recrea formas animales, y Miguel O. Berrocal (1933), internacionalmente conocido por sus múltiples desmontables ejecutados en metales, que parte de la estela de Ferrant y Moore para lograr una articulación rigurosa de bloques y formas que no impide un manierismo equilibrado (Gran Arcimboldo, 1976).
4. Las relecturas de las vanguardias se apoyan en la capacidad de sugestión de las mismas (conviene recordar que muchos históricos siguen produciendo fuera, -Creeft, Picasso, Domínguez, Fenosa-, en especial en la línea surrealista, pero de casi todas las tendencias quedan representantes). Estas neovanguardias son de diverso signo: la neoexpresionista, más desgarrada con los críticos Luis Álvarez Lencero y Jesús Avecilla; Francisco Toledo (1928) que lindando con la tradición en el modelado la carga de fuerza dramática; Manuel Bethencourt (1932), que pasa por la tradición africana e italiana para regodearse en las posibilidades expresivas de figuras en lavas insulares; Angela (1942) con referencias primitivas y recurrencias a lo barroco y surreal; Javier Aleixandre (1946) y sus homúnculos en tensión espacial, descoyuntados y orgánicos. Francisco Torres Monsó (1922) ha recorrido muy plural andadura estilística, de viejas herencias noucentistas dio paso al neoexpresionismo virulento y encontró su mundo en las asociaciones de poética neodadá, pero ligadas al consumismo industrial de raíz pop, campo en que también se han centrado las concepciones lúdicas finales de José L. Coomonte (1932) tras abandonar la orfebrería en clave tradicional y constructiva.
Miró, en Palma, siguió impertérrito al paso del tiempo y siempre actual recreando su obra mágica y lírica de corte surreal, investigando en cerámica y otros formatos con piezas que han pasado a la antología del arte español y universal (El pájaro y el astro, 1.968; Mujer y pájaro).
5. La corriente hiperrealista limitada a pocos creadores, casi todos en Madrid, se desarrolla alejada de la impersonalidad y comercialidad USA, para dotarse de una visión mágica y poética de temas familiares e íntimos, en conexión con la pintura. Capitanea el círculo Julio López Hernández (1930), preciosista autor de relieves y medallas que ha logrado tocar la realidad cotidiana (pareja de artesanos, Ursula) y trascenderla espiritualmente en sus mutilaciones (Manos de Blanca). Su hermano Francisco (1932) se mueve en los primores de lo cotidiano, pero con aura quattrocentista, siendo de menor aliento escultural el pintor, justamente famoso, Antonio López (1936).
6. El capítulo de la figuración tradicional se debate entre quienes no olvidan ciertas conquistas de la vanguardia orgánica o expresionista, caso de Juan Haro (1932), definidor exquisito de volúmenes prietos a lo Maillol, conectado con sugerencias de Brancusi (Paloma, Desnudo); Benjamín Mustieles (1920), Ramón Muriedas (1938), José F. Reyes (1942), Ángel Pérez (1941), atentos a la evolución de lo figurativo en Francia e Italia, y quienes recurren a soluciones antiguas con efectismos formales, que dan falsa idea de novedad y diseño, caso de Fernando Cruz Solís (1913), Santiago de Santiago (1925), Francisco Otero Besteiro (1933) o Aurelio Teno (1942).
7. Más compleja es la que se denomina figuración fantástica, de recursos muy variados, en tanto articula descripción y poesía. Así, José María Subirachs (1927), iniciado por Monjo y Casanovas en un noucentismo tardío, tras viajar por Europa se acerca a la abstracción y encuentra su visión más personal en el juego dramático de volúmenes, pero que se ha ido amanerando en soluciones brillantes de raíz clásica y arqueológica donde juega con la masa y el vaciado; Nassio (1932), preocupado por lo espacial y expresivo; Oscar Estruga (1933), surreal y cósmico de raíz mitológica; Camilo Otero (1932), de lúdicas o dramáticas de ecos surreales, que tanto deben a las paradojas de Arrabal, y José María Navascués (1934-79), que tras explorar la vanguardia se refugia en la figuración misteriosa con fuerte tendencia a lo artesanal industrializado. En transición al periodo final citemos las obras de Xavier Medina-Campeny (1942) que pasó de la abstracción a la solidez orgánica y los recursos lúdicos y críticos de Eduardo Arranz-Bravo (1941) y Rafael Lozano Bartolozzi (1943).
8. En lo tratante a lo óptico y cinético conviene recordar que artistas españoles tuvieron relevancia ya desde los años 50 en las primeras investigaciones del GRAV en París (Sempere, Equipo 57 y otros). Eusebio Sempere (1923-1985) colaborador en Francia de Vasarely, Soto y Agam, introdujo en España hacia 1960 una vertiente de op-art escultórico que se enriquece con efecto de color y movimiento, que se dotan de indudable valor lúdico. Asimismo se mostraron conexos con los maestros citados y con Le Parc, las obras de Francisco Sobrino (1932), Enrique Salamanca (1943) y Diego Moya (1943) atentos a incorporar todo tipo de materiales y tecnologías susceptibles de ser analizados con valores matemáticos, regulares y rítmicos. Más personal y rica es la obra del valenciano Andreu Alfaro (1929) que iniciado en un informalismo lírico, tratará con gran economía de medios y rigor geométrico sus aluminios hasta conseguir bellas soluciones para un arte monumental y dinámico (Obra Etérea) a los que ha ido incorporando sutiles dibujos espaciales que a veces se han plasmado en sugerencias figurativas (Homenaje a Goethe).
La llamada escultura cibernética tiene un limitado eco en España, mereciendo atención las máquinas de Luis Lugán (1929) y las soluciones modulares y computerizadas de José Luis Alexanco (1942).
9. Otras propuestas de menor calado en estos años tienen que ver con un primer desarrollo de la llamada escultura de ambientes, de plena raíz conceptual, con intervenciones en la naturaleza, como la producida por Angel Orensanz (1941) y las piezas teatrales e hinchables de Josep Ponsatf (1948).